THE UNHAPPY PRINCE
1900. París. Un hombre avejentado y degradado pasea por las calles su
indigencia y humillación. Aún conserva cierta áurea dandy irónicamente sobre su
traje ajado. Cínico, observa el mundanal espectáculo con la sabiduría pobre del
paria que es, del genio que fue. Sin amigos, sin familia, sin dinero, mendiga
para comer. Tiene cuarenta y seis años. Se llama Oscar Wilde.
Apenas cinco años antes, el Londres
victoriano conseguía hacer caer todo el peso de su puritano orden y corrompida
moral sobre el tan odiado como ensalzado autor de El retrato de Dorian Gray, reciente el éxito de La importancia de llamarse Ernesto,
ingeniosa burla altanera a la aparente y vulgar sociedad de su tiempo donde lo
importante es ser formal. “Un hombre
que desee ser algo distinto de lo que es: miembro del Parlamento, tendero
boyante, abogado prominente, juez, o cualquier otra cosa igualmente aburrida,
conseguirá, sin duda, ser lo que desea. Ese es su castigo; los que desean una
mascara tienen que llevarla puesta”. Moderno,
provocador sarcástico “No se puede ir a ningún sitio sin encontrarte gente
lista. La cosa se ha convertido en una pesadez notoria. Ojalá que nos quedase
algún tonto suelto”, ególatra inteligente “La mayoría de las personas son
otras: sus pensamiento, las opiniones de otros; su vida, un imitación; sus
pasiones, una cita”, artista amoral,
decadente y esteta “No hay libros morales ni inmorales. Simplemente hay libros
bien escritos y mal escritos”, a la vez triunfador y víctima de su época.
1985. Tras dos ignominiosos
procesos, la Justicia, la prensa, la opinión pública y el marqués de
Quensberry, cuyo hijo, entre otros, mantenía relaciones homosexuales con Wilde,
lograron culparle de cometer actos
sumamente indecentes con otras personas de sexo masculino, condenado a dos
años de trabajos forzados bajo un régimen alimenticio insuficiente e insano en
una celda insalubre, puesta a la venta todos sus bienes y prohibida la
exhibición y publicación de sus obras. Primero, la cárcel de Wandsworth;
después Reading. Dos años de dura condena en los que pierde hasta la identidad:
es el preso C.3.3. “El sistema penitenciario actual parece no tener más
finalidad que arruinar y aniquilar las facultades espirituales”. Tras la
cárcel, el insulto, la humillación, el destierro, la pobreza, el olvido. De la
fatuidad de los salones victorianos a la mendicidad en los arrabales parisinos
bajo el seudónimo de Sebastian Melmoth.
“Todos nacemos reyes y la mayoría morimos en el exilio, como muchos reyes”.
Peter Ackroyd novela el diario de
los últimos días de Wilde. “Pero los pobres son los verdaderos proscritos del
mundo... La oculta hueste de los pobres lleva grabadas las marcas de nuestra
civilización como si fueran cicatrices: es por eso que la clase media nunca se
detiene a mirarles... Es un privilegio para mí haberme vuelto como ellos,
haberme convertido en el prototipo de la infamia, en un vagabundo indigente que
tiene que mendigar su pan...”. Cuan lejos está el soberbio y deslumbrante
alumno del Trinity College Oxford que rindiera Londres a sus pies del proscrito
que, enfermo, moría el 30 de noviembre de 1900 en el Hotel d´Alsace, rue des
Beaux-Arts. “Descubrí en mi propia tragedia que el artificio se derrumba; un
mundo tan artificial también se desmoronará, y tendrá que enfrentarse a su
propio vacío como tuve que hacer lo yo en la celda de una prisión. Y, a pesar
de que mi propio siglo pueda haberme aplastado, todavía soy más noble que mi
destructor porque yo sé, al menos, que debo morir.
Los restos de Oscar Fingel O´Flahertie
Wills Wilde reposan en el cementerio parisino de Père Lachaise. Recientemente
la Iglesia anglicana ha repuesto su buen nombre. “Los pecadores eran sórdidos;
los pecados espléndidos”.
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